Tengo una caja de cartón a la que llamo La caja de los tesoros. Seguramente a nadie le podrían parecer tesoros más que a mí. Hay un soldado de plomo del ejército napoleónico al que le falta un brazo, un yoyo profesional Russell, un cortaplumas roto, una brújula con el cristal astillado, una figurita de El Zorro (la única que me quedó de las miles que junté cuando era chico) y una postal que me envió una novia desde alguna playa. En la postal solamente se ve una ola, y nada más, y en el reverso ella me escribió: ¿Viste alguna vez una postal más estúpida que ésta? Si cualquier persona se asomara a esa caja (desde luego, ese acto sería castigado con la pena de muerte) no podría advertir cuál es el objeto más extraño de todos, y quizás el más precioso: un pedacito de papel viejo, quebradizo, casi quemado, encerrado en un sobre. En el papel no puede leerse casi nada. Es apenas una huella.
Pablo de Santis.
También tengo una caja de esas, llena hasta el tope de monigotadas que a nadie más le dicen nada. No sé si mataría a quien se atreva a meter la cara, algunos ya lo han hecho y no los maté, pero estoy seguro de que nunca, jamás, me desharé de esas porquerías. Y entre ellas también hay un papel amarillo, viejo y arrugado que es apenas una huella de mis primeras letras.
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