martes, junio 15, 2010

final de formas

Tenía tristeza y pesimismo. Pensaba en muchas cosas nuevas y en la insolencia con que irrumpían algunas de ellas. Alguien me hacía la propaganda del sentimiento de lo nuevo -y de todo lo nuevo- como fatalidad maravillosa del ser humano; y me hablaba precipitadamente, concediéndome un instante de burla e ironía para mis afectos.
Como él estaba apurado, daba vuelta enseguida su antipática cabeza y se llevaba toda su persona hacia otro lado. Pero me dejaba algo grisáceo en la tristeza y me la desprestigiaba; me hacía desconfiar hasta de la dignidad de mi propia tristeza; y la ensuciaba con una sustancia nueva, desconocida, inesperadamente desagradable, como el gusto extraño que de pronto sentimos en un alimento adulterado.
Felisberto Hernández.

Estaba muy cómodo en mi desgracia; viviendo en un horrible palacio construido sobre mi pena, revolcándome en la basura, como un perro. Esa era la excusa que usaba para mantenerme quieto, y que también excusaba mis errores pasados y justificaba los futuros.
El papel de víctima me resultó muy cómodo y lo interpreté genialmente: me la pasaba de exceso en exceso, rompiéndome de a pedacitos mientras chocaba contra todos y todo, perdiéndome de a poco. Disfrutaba de la impunidad de los desahuciados, a quienes nadie recrimina nada.
Convencido de que era inalcanzable, me volví impermeable a toda crítica, a todo consejo. Eso me permitió ser un egoísta auténtico, sin culpas, escudándome en una infalible historia de amor con final venezolano, que incluía maltratos.
Nada decía yo del maltrato que me provocaba no ser alguien para nadie. Nada decía del miedo que intuía en la soledad. Nada, tampoco, quería decir sobre la certeza que me invadía la garganta al saberme irremediablemente solo, a pesar de que mi gente me rodeaba.
Era dueño de una mente ausente, libre de preguntas o juicios de valor. Sintiéndome casi un invitado dentro de mí mismo, había sepultado mi consciencia bajo montones de chamuyos con la esperanza de que se olvidasen de mi autoría.
Caí en la agria evasión de culpar a los demás de mis problemas, como si trasladar las responsabilidades de mis errores los volviera inválidos, pudiendo así eliminar el peso que su sola existencia ponía sobre mis hombros.
Logré escaparme de todas las miradas, excepto de mí. Esquivé los espejos, en un intento de alejarme de mis ojos, que no soportaban verme perdido de rumbo, desconfiado.
Pero al final me encontré. Fue un 26 de noviembre, mientras me lavaba la cara, roja de calor, en el baño de un bar. Vi mis ojos en el espejo. Había en ellos una luz, un gesto, una mueca, no sé. Pasando a través del espejo me llegaban preguntas que se me hacían intolerables.
Apelé a un fatalismo decadente que, luego, propició el engrandecimiento de una pena que no era más que un fracaso amoroso. Dolió, claro, pero aquel engrandecimiento, más que duelo, fue la treta que elegí para ignorar la angustia que me provocaban mis recuerdos.
Sin embargo, algo todavía me hablaba de noche, justo antes de dormirme. No estaba seguro de donde me llegaba esa voz, algo resistía a tanta grisura. Entonces, intenté enmudecer mi consciencia, mi razón, mi memoria, hasta mi corazón.
Y por un tiempo lo logré.
El patetismo con el que viví esa porción de mi vida se vio reflejado en la etapa final de este BLOG. Perdidas mis alas y mi salinidad, las tristes letras que logré escribir devaluaron el contenido y la frecuencia en que lo actualizaba. Finalmente, perdió su esencia, su gracia y sus lectores, hasta convertirse en una cáscara vacía en la que publico algo, de vez en cuando.
Hoy no es lo mismo y, aunque todo "lo otro" dolió, sí, no puedo evitar decir que no fue tan terrible como a veces lo sentí. Quizá ahora lo entiendo mejor, porque terminé por aceptarme a mí mismo aunque, no, lo correcto sería decir que terminé por reconocerme como soy.
Me voy, pero voy a seguir acá.
Seguiré actualizando mis otros chirimbolos. Seguiré terminando de terminar mis libros. Seguiré escribiendo como hoy, como siempre, y quizá como nunca antes.
El tiempo de este blog, como herramienta de expresión, terminó hace rato. Los pájaros seguirán volando, bien salados, pero este ya no será su nido.

Gracias por acompañarme en esta larga marcha.

Última entrada

Ya no llovía cuando salí.

El cielo se había descargado de lo lindo y no le quedaba nada por tirarnos. El sudor o las lágrimas de la ciudad se dejaban caer desde las paredes, como una transpiración pegajosa.

Miraba el cielo mientras volvía a mi casa, un cielo sin estrellas. Me sorprendían las luces que rebotaban contra la pátina gris que formaban las nubes, incendiándolas.
Me sorprendió, también, la voz de Cochito:

-Son tiempos de cambio, Mané, tenés que dejar de correr.

Me paré. Me di vuelta y lo miré un rato. Asentí en silencio, como aceptando una verdad sabida. Después, metí las manos en los bolsillos y seguí caminando.

Ya no llueve en la ciudad, pensé, y tampoco sobre mí.
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