sábado, julio 27, 2013

I wish...

Mucho tiempo atrás, cuando todos teníamos 20 años o pocos meses más, cedí a la tentación de ser Dios, absurda, azarosa y respetando mis límites. En un marzo húmedo y caluroso, con apenas amargos, alharacas de Tormenta.

Juan Carlos Onetti.

Fue algo así, te lo juro. Y si no sucedió en marzo, habrá caído en Semana Santa. Veníamos de dos días de sudestada y el mar estaba descolocado.

Me desperté temprano, solo. Los demás acomodaban como podían las propias resacas. Yo, por entonces, encajaba muy bien los excesos. Más que nada la falta de sueño, esa alerta permanente ante una amenaza que nunca terminaba de definirse. Salí en cueros al balcón. Recuerdo muy bien la sensación del frío, un soplo tangible atravesándome el cuerpo como una espada. El viento, que revoloteaba a mi alrededor, le daba todavía más consistencia. Miré hacia el mar de puro compromiso, como quien mira pasar una mina por reflejo, sin saber si es linda, si le interesa.

La vi entrar mientras se doblaba sobre sí misma. Era torpe, pero conservaba la delicadeza monstruosa de las olas titánicas. No era transparente, sino gris. Los nubarrones de la tormenta se le habían metido dentro.

Recuerdo que se me erizaron todos los pelos del cuerpo. Miré a la habitación y vi mi tabla, estaba acostada cómodamente sobre ropas, fundas y trajes de neoprene. Uno de los pibes se quejó en sueños. Quizá soñaba con la ola que rompía a cien metros. No sé.

Me puse el neoprene, levanté la tabla y grité algo justo antes de salir y cerrar la puerta. Alguien contestó desde adentro. Querían dormir. Yo quería enfrentarme a esa cosa que había visto desde el balcón.

Llegué a la playa corriendo. Entré al agua sin pensar. Los pies me dijeron que estaba muy fría. Sudeste, olas altas sin aguavivas. A veces no se pueden correr porque el mar pierde la forma de las rompientes. Pero ese día era distinto, te lo juro. Desde atrás partía un expreso que te empujaba hasta la arena.

Costó mucho llegar hasta el fondo; quemé años de brazadas en pocos metros. Las olas no rompían en la línea. Pero cuando pasaba el arrastre, el viento arrancaba de las crestas una lluvia de gotas que parecían garras. Esas gotas se amontonaban en el aire y formaban una bruma que nublaba la vista. Miraba a través de un sueño.

La escuché antes de verla. Venía haciendo ese zumbido que hacen las olas grandes, que se parece tanto al canto de los lavarropas. Nadé a ciegas hacia adentro, esperando ubicar la zona en donde empezaría a quebrar. Llegué justo. Viré hacia la playa y remé con el alma. Hubo un segundo en el que creí que me mataba: la ola me levantó hacia el cielo y pensé que no iba a romper su resistencia antes de que me enrollase.

De repente la tabla empezó a patinar la pared. Me puse de pie de un salto y, ahí sí, te lo juro mané, me sentí el verbo reencarnado.

viernes, julio 26, 2013

Sábados

¿Vuelven los pájaros?

Dicen que sí. Vuelven como un gran Cóndor negro.

Ahorita nomás se viene una noche complicada, de esas con sabor a bisagra. Capaz que no puedo dormir, como tampoco pude ayer.

Pero como buen enanito guerrillero, pido otra carta a la banca y apuesto todo. Si me sale mal...

¡Yo qué sé!



miércoles, julio 17, 2013

Finales

jueves, enero 24, 2013

Marcas de fuego




El otro día vimos Ill mannors, hecha por un rapero que se hace llamar Plan B. Me gustó volver a descubrir el hip hop de este tipo, salido de los barrios pobres de una Inglaterra que no imaginamos desde acá. Una Inglaterra que no cuadra con esa imagen de país avanzado que le otorgamos en nuestra Latinoamérica con complejo de inferioridad.

Resultó una pelicula difícil de ver. Demasiada violencia, me dije. Demasiado exagerada, pensé.

Pero lo que conocí caminando por las viejas calles de La Boca me enseñó que, a diferencia de Ill mannors, las historias reales pocas veces tienen finales felices.

Hay cosas en la vida que te marcan, que te pegan fuerte. Muchas veces parecen cuestiones banales, aleatorias, que tocan una sensibilidad que generalmente tenemos adormecida.

Después de ver esta película, me volvieron a la memoria un montón de caras. Llegaron con fuerza desde el pasado; compañeros de colegio, conocidos del barrio, pibes que jugaron conmigo a la pelota. Algunos son fantasmas, otros se perdieron en las vueltas de la vida.

Equivocados o no, los recordé de pendejos, todos juntos en un potrero, en un recreo en el patio del colegio. Recordé esa frase de que "ningún pibe nace chorro". Sé que es verdad. Todos lo sabemos pero, como sociedad, por una razón que se me hace cómoda, preferimos olvidarlo y castigar a los hijos de puta, a los que se equivocan y a los indefensos por igual.

Ya me cansé de escuchar la frase: hay que matarlos a todos, de chiquitos.

Fui al colegio de chico con muchos pibes que terminaron mal. No éramos tan diferentes y, sin embargo, en algún punto nuestros caminos se separaron. Alguno sí era boludo, pero no puedo echarles la culpa a todos.

Hace mucho un amigo me dijo que mi debilidad era mi mayor fortaleza. Supongo que se refería a esa tremenda empatía de la que soy dueño. No sé bien. Después de tantos años, creo que tengo que darle la razón.

Como dice Cooper Clarke; triste es el destino de los pibes. Muy triste.



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