domingo, febrero 08, 2009

Proyectos entablillados: Pájaros en la sal, la novela

Capítulo uno, primer borrador. Esas cosas que vivimos de chiquitos.

Era mil nueve noventa y uno.
El mar bailaba con el viento un caluroso día de enero del primer verano posterior a Brasil. Hacía tanto calor que las chicas estaban en tanga. Imaginen la sensación térmica provocada por tamaña desnudez. Y, encima, yo había vuelto a la playa resuelto a demostrar mis nuevas artes. No había muchas olas ese día pero me metí al mar por dos razones importantes: hacía calor y las mujeres estaban desnudas. Y como mi vista nunca fue la mejor, metiéndome al agua solucionaba ambos problemas.
Me dejé arrullar por las aguas mientras una correntadita me llevaba hacia la izquierda, siguiendo las lenguas de arena hacia el sur. Pensé que estaba condenado al embole porque las olas brillaban por su ausencia y por los reflejos del Sol.
Los míseros subibajas que me cegaban no merecían ser llamados olas, eran lomas de burro inútiles, insípidas, sin fuerza de voluntad. No representaban ningún desafío y tampoco escondían ninguna diversión. El hijo de nuestro matrimonio no podía ser otro que el aburrimiento. El tiempo transcurría perezoso, como si también se abombase con el calor. Al rato me entró una sed digna de un beduino pero no había nada que hacer, no nadaba en agua potable. El día parecía dispuesto a importunarme con cada cosa que me ponía en el camino por lo que decidí ignorar las malas nuevas y pensé en grandes cubos de cemento. Era algo normal para mí. Cada vez que me ponía nervioso pensaba en grandes cubos de cemento, de esa forma rompía con la lógica de los acontecimientos y me daba unos minutos de respiro para encontrar una solución. Pensar en cubos de cemento era una ridiculez, pero alguien me había dicho que era la fórmula mágica para no eyacular antes de tiempo y yo la había adoptado para otras cuestiones.
El mundo envejeció durante este vaivén. En el mar es común extraviarse en el tiempo y el espacio. No hay puntos de referencia si no se observa la costa y tampoco hay forma de calcular el paso de las horas, excepto por el Sol. Aunque si se tiene sed, uno trata de no levantar su ardiente cuerpo del agua para evitar la quemazón y entonces se olvida de todo.
Miré la playa y me pareció que la corriente me había llevado al carajo. Eso me puso un tanto nervioso y me reconcentré en mis cubos de cemento, para variar. Unos minutos más y me llegaron voces desde la playa. Me di vuelta porque no había nada mejor que hacer y ví dos figuras que se acercaban con tablas. Eso me puso de peor humor. Entre los surfistas hay una marcada territorialidad, similar a la que tienen los bichos sobre sus terrenos de caza: Uno cuida sus playas y sus olas porque es lo único que tiene. ¡Es cosa de no creer! Pero hasta se llega a los golpes por esto. Sentía que esos dos giles venían a quitarme mis olas, mi inmortalidad. Y es que, aunque parezca incomprensible, la inmensidad del mar no puede compartirse con otros grupos de surfistas. Para peor, en las malas condiciones de ese día, si acaso aparecía una ola montable debía ser mía y no de esos tipos.
Mis cubos de cemento dieron paso a una densa noción de peligro. Mi mente comenzó a tejer sueños de disputas y luchas en el agua. Debido, todo esto, a mi sentido de propiedad y a mi mala vista, que me impedía ver que mis adversarios eran dos chicas. Automáticamente, que fueran chicas surfistas las sacaba del corral de riña y las ponía en el podio del deseo: culpa del terrible fetichismo de mi pueblo marino que, en aquellos años, sólo contaba un puñado de niñas en sus filas.
Escudriñé el mar infructuosamente. Por allí debía andar una ola salvadora que marcaría mi supremacía sobre esos dos patarras(1). Aclaro que, cómo ni las miraba, había perdido la oportunidad de hacerme el galancete. Estaba tan concentrado en buscar una ola que, de pedo, a lo lejos ví aparecer un pico espumoso. No era gran cosa y la hubiera dejado pasar en soledad, pero necesitaba demostrar mi habilidad frente a mis competidores. Braceé un poco y en seguida tomé la ola. Era una porquería de espuma pero al menos me pude parar. Ensayé una pirueta que casi termina en tragedia: Uno de mis pies resbaló y tuve que arrodillarme para no caer. Las risas se hicieron presentes y ahí me di cuenta de que eran minas.
Un poco avergonzado, volví a la línea de rompiente y esperé por otra porquería de ola. Las chicas llegaron nadando lentamente y se ubicaron a unos veinte metros a mi izquierda. Hablaban entre ellas como si yo no existiera. Consideré que había dejado pasar una muy buena oportunidad y, derrotado, volví a mis cubos de cemento. Cuando uno siente la humillación a flor de piel resulta más fácil evadir la realidad.
Volví al mundo al escuchar que me bardeaban:
-Linda ola agarraste. ¿Eh?
Siguieron risas.
Siempre me resultó odioso que la gente me haga burlas. No digo que no lo haya merecido alguna vez pero es más fuerte que yo, reacciono sin poder contenerme, como si el animal que llevo dentro actuara por sobre mi consciencia haciendo cosas de las que suelo arrepentirme.
-¿Vos lo hubieras hecho mejor?
-¡Epa! –Dijo una.
–El señorito tiene aires –Agregó la otra.
Me dediqué a mirar el mar y a esconderme en los pliegues de mí mismo. Mi primitivo, una cosa bastante mala que llevo dentro y que llamo instinto, no presta atención a otras cosas cuando gana el control sobre mis acciones: Sus prioridades son nadar, correr olas y aparearse. Es bastante rudimentario en sus gustos y, precisamente, por eso lo llamo primitivo. Alguna vez también había tenido problemas con las drogas pero, gracias a un tedioso conflicto de voluntades, sus gustos habían regresado a la natación, el surf y el sexo.
Las chicas seguían hablando sobre mí pero, aunque las escuchaba, mi mente y mi cuerpo estaban sintonizados con el mar. Mi primitivo supuso que se burlaban pero no se interesó mucho más en ellas.
Percibí un cambio del viento, borneaba hacia el sur. Algo pasaría en los próximos días. Algo grande. Sonreí. Mi primitivo fue el que sonrió en realidad. Él disfrutaba de forma animal las monstruosidades que liberaba el mar en sus tormentas. Si bien yo también estaba ahí, estaba tan asustado que me escondía en las profundidades de mi cuerpo, y observaba cómo me llevaban a través de espumas y golpes. Más de una vez me creí muerto. Sin embargo mi primitivo es ingenioso y decidido y, a pesar de que lo subestimo tanto, siempre me llevó a buen puerto.
En el horizonte apareció una sombra y mi primitivo se tensó como una gomera. Sus músculos, mis músculos, se prepararon para rasgar la superficie del mar. En el fondo de mi mente volví a tener conciencia, pero de una forma difusa. Viene una ola, pensé, no será la gran cosa pero es una ola. Observé de reojo al enemigo: seguían charlando sin darse cuenta. Sólo necesitaba un poco más de tiempo antes de lograr el interior de la ola, entonces no podrían montarla. Remé cuidadosamente, quería parecer agotado del calor. A una no la engañó la treta y, al verme remar, miró y dijo algo que no comprendí pero que mi primitivo tomó como una amenaza. Comencé una loca carrera mar adentro. Era mía o de mi primitivo. Más bien era nuestra ola. Nadamos los tres pero mi primitivo llegó primero.
La tomó, y una de las chicas también logró subirse.
-¡Voy! –Dijo una voz que parecía la mía.
La chica no hizo caso.
-¡Voy! –Repitió la voz.
No hubo un gesto de respuesta.
-Bajate, la concha de tu madre.
Ignoro que vio ella cuando me miró a los ojos: Venía cortando espuma a medio metro y se tiró de la tabla para dejarme solo. Creo que se asustó. No porque yo fuera corpulento, de hecho nunca lo fui. Quizás fueron mis ojos, nunca supe que hace con ellos mi primitivo, o quizá fuera algo más profundo que, el mar, las olas y la necesidad de quemarme furiosamente, sacaban de algún lugar de mi alma.
Bajé la pendiente a todo envión, subí por la panza de la ola e intenté una figurita. Pero no salió. Desilusionado seguí cortando hacia la derecha. Se armó otra vez la pancita, resurgiendo de la espuma. No era muy grande. Había una linda curva para intentar algo y tiré una voladita, no sé de donde salió la idea aunque, en esos casos, la culpa es siempre de mi primitivo. Subí por el labio de la ola hacia el interior, llegué hasta la cresta y salí despedido hacia el cielo. Lo caí mal. Me hundí en el agua y la ola me revolcó. No fueron muchas vueltas pero me sentí frustrado y mi primitivo me abandonó ahí abajo; cumplida su misión, volvió a su estado de reposo en el interior de mi mente.
Salí a la superficie lentamente. Abracé mi tabla y me quedé flotando. Sabía que por un rato no vendrían olas como ésa. Volví remando tranquilamente hasta la línea de rompiente. Las dos chicas hablaban entre sí y se callaron cuando llegué. Sabía que me estaban mirando mal y me sentí medio raro, entre apenado y orgulloso; mi reclamo era más que justo.
-Por más que seas bueno no podés gritarme así. Sos un pelotudo –Dijo la que se había tirado de la tabla.
La miré apenas un instante y perdí interés. Prefería estar atento a nuevos picos.
-Mi novio es local de acá, a vos nunca te vimos. Si te querés hacer el loco te va a ir mal –Agregó.
Volví a mirarla.
-¿Tu novio es local de acá?
-Sí. Y le voy a decir lo que hiciste. No podés hacerte el loco en un lugar que no es el tuyo –Dijo, desafiante.
No me asusté y ella no entendió hacia dónde me dirigía.
-¿Y él te enseñó a surfear?
-¿Y a vos que te importa?
-Si es local y si sabe surfear, debería enseñarte que el que viene del lado interno tiene prioridad. Ni siquiera tengo que decirte que salgas. ¿Entendés?
-¿Qué decís?
-Digo que en esta playa cualquiera es local; somos cuatro gatos locos. Si surfeás así en otro lado, te van a llenar la cara de manos. Yo no le tengo miedo a los locales como tu novio. Le tengo miedo a otra gente que conozco y que, sé, es bastante complicada. Tu novio y sus amigos deben ser de esos que corren con tablas de cuatro quillas y se creen los Derek Hos sudamericanos.
No hubo respuesta.
-Ahora –agregué-, como estoy de humor, te voy a dar clases gratis: Primero, la teoría, ¿viste? No te metas en las olas de los demás. Si no sos buena, no te metas en ninguna ola grande; los que saben se van a poner de malhumor al dejarle una buena onda a alguien que no sabe correrla. Es preferible correr remolinos. Es preferible y saludable, te lo digo por experiencia.
-¿Quién te creés que sos boludito? –Dijo la que se había caído.
-Yo soy Martín. Mis amigos me dicen Cucho pero vos podés decirme señor Cucho, así mantenemos el protocolo, ¿viste?
Los tres estallamos en risas.
Esa noche Andrea me presentó a su novio y sus amigos. Eran buenos, sabían de lo suyo, pero les faltaba la experiencia de las grandes playas donde noventa tipos se matan por tres olas de mierda.
Igual aprendí mucho de ellos, hacía años que la venían remando; yo recién había empezado ese verano a largarme en solitario pero ya se me notaba la locura.
Para muchos buscaba la muerte, y nunca sabré hasta que punto estaban equivocados

2 comentarios:

Juan Manuel Bruñol Silvani dijo...

Tres cosas.
Opino que un texto tan largo en internet, atenta mucho contra tu escritura, que atenta al universo por sí sola.

No había llegado a esta anécdota, que de cualqer modo me parece fabulosa.

No es novedad que sos un petiso cabrón, pero si encontrás ese destino en las olas, voy a envidiarte.

Unknown dijo...

Es largo, sí, pero qué sé yo. No soy cabrón, soy celoso de las cosas que siento que me pertenecen, como tu amistad.
Cordialmente,
Yo.

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