Eran las siete de la mañana y salí al patio. Un olor rancio, mezcla de viento, barro y todas las tristezas del mundo, me avisó que se venía una tormenta brava, una lluvia homérica, un tifón. Me acordé al toque, últimamente me asaltan los recuerdos, de mis años de surf y días nublados, parte importante de la juventud que gasté contra los pilotes de varios muelles. Pero, entre el amontonamiento de mi memoria, hubo un día que tuvo más fuerza y se me apareció adelante de todos los demás: Fue cuando vos me dijiste, mané, mientras mirábamos la rompiente:
-¿Ves el rulero que tiene esa putita? ¿Nos vamos a meter o no?
Y nos metimos. El mar estaba furioso. La espuma me ardía en la cara. Te confieso que me cagué encima, entre la excitación y el miedo, posta, me cagué todo. Pero el cagazo me duró poco, apenas agarré el rulero me perdí entre mi pensamiento, el dolor en la entrepierna y la tensión de la espalda.
-Estamos cortando estas pijas -dijiste.
Pijas bien duras, pensé, con mucha rosca.
Nos reíamos en la línea de rompiente, mientras el mundo se caía a pedazos y la tormenta nos puteaba en mil idiomas. Pero nosotros nos reíamos, y las olas iban y venían, locas, volteando el muelle de Santa Teresita.
Eran las siete y media cuando supe que voy a volver a cortar pijas rabiosas, mientras las olas putitas de una tormenta hacen ruleros en el medio del mar.
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