lunes, abril 03, 2006

Cuando uno sabe a mierda

Esperábamos el colectivo después de grabar en la radio. Tarde. Recuerdo las hojas cayendo de los árboles, chocando con el suelo como miles de pasos invisibles, aumentando mi paranoia. A donde miraba veía nada e inventaba algo.

Dorrego y Corrientes, Dorrego y la nada. Dorrego, Corrientes y la soledad de una ciudad ausente de vida, sin sentido.

¿Qué es una ciudad vacía excepto un cadáver de hormigón y asfalto?
Un cuerpo sin alma.

Pero en esa nada nocturna de Dorrego y Corrientes habitan demonios que se ocultan en las sombras, detrás de las esquinas, debajo de las hojas caídas.

Y también hay niños, pequeños angelitos de la noche, abandonados a la suerte que les impone la ciudad voraz.

Deambulan aterrados por la oscuridad que envuelve el cadáver de hormigón.

Inquietos y solos.

Ayer uno se acercó a preguntarnos algo en Dorrego y Corrientes y la nada. Éramos tres, mi novia, Javi y yo. Nos preguntó con su desesperada inocencia. Pensó que podíamos protegerlo. Nos preguntó dónde se encontraba la estación que lo llevaría a su casa: José C. Paz.

¿Hallará paz en algún lugar un niño de la noche?
No sé.

Contestamos raro, nerviosos. Hoy el recuerdo de ese instante se vuelve difuso, no puedo recomponerlo a través de este papel virtual que huele a miedo. Contestamos y el chico se fue, inseguro, tambaléandose. Ni siquiera llegó a la esquina. Yo creía que por falopa o algo así. Junto a él caminaba un tipo que reconocimos como el padre.

Acá me detengo, ¿por qué creímos eso?, ¿por qué los dos estaban sucios?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? Todavía no supe responderme.

Y era algo así como falopa, pero mucho más terrible: el nene tenía miedo.

Entonces me vi desde la vereda de enfrente como si encarnase todo aquello que me genera odio: el nené volvió y me explicó que el tipo era un completo extraño y que él tenía miedo. Su vocecita todavía me resuena en la cabeza como me resonó toda la noche, impidiéndome dormir.

-¿No me acompañás hasta la estación? Tengo miedo. A ese tipo no lo conozco. No sé lo que me quiere hacer.

Entonces olí el hedor frío del pánico. Y supe que el nene no se había drogado. No, nada de eso.

Sé mucho sobre el miedo. Lo sufrí en la carne y lo percibí en otros, sobre olas y piedras. Pero aquel miedo era distinto, era menos cool pero infinitamente más justificado. El que yo recordaba parecía un juego, la tentación de muerte que excitaba las hormonas. Este era la obstinada resistencia de la vida ante los monstruos de la noche.

Y me odié, por cagón y prejuicioso.

Y me sigo odiando porque esto no es un cuento.

No lo acompañamos a la estación. Le dijimos que se quedara con nosotros hasta que el desconocido se fuese. Y el tipo se fue.

Así me sentí el salvador de la patria, sin riesgos, claro, a ver si el pibe me entregaba. Hasta creo que hice un comentario así cuando ya el nene se había ido.

Hubo un último gesto, antes, porque Javi le ofreció un peso para el viaje. Estaba flaco, sucio, abandonado. Lo aceptó sin mucho entusiasmo, descorrió el cierre de su camperita y sacó un paquete de galletitas, ofreciéndonos.

Después se fue, sin tambalearse.

Pasaron los minutos y volvió mi imagen, desde la vereda opuesta, como un abismo que se abría bajo los pies abandonádome a la oscuridad. Ni luz ni suelo. Ninguna referencia, excepto los aterrados gritos de un nene consumido por la noche.

-Tomemos un taxi. -dije.

Ya no podía quedarme ahí: el chico me había ofrecido su comida y yo, a cambio, ofrecí mi desconfianza.

8 comentarios:

Javier dijo...

Me siento mal.
Cagon me siento.
Es que le hago oido sordo a esas cuestiones y me da bronca, como me da bronca saber que si no hago oidos sordos me tengo que ir corriendo y entrar a patadas.

G. dijo...

¿Sabés una cosa Niño?, me conmoviste. No por la historia, no. Me conmovió tu conmoción.
Hace casi tres años llegué a Capital con 17 años encima, y prácticamente sola. “Acá te quedás”, me dijo el destino. Y yo, sin titubear ni cuestionar nada, accedí.
Cuando llegué, me asenté y comencé a deambular por la ciudad, descubrí un nuevo sentimiento, extraño, y difícil de explicar.
Con el tiempo, llegué a la conclusión de que era una mezcla de desarraigo y algo más. Pero predominaba ese algo más que del desarraigo. Era eso: la soledad de la gente que anda por la calle, que se come los restos de la comida que egoísta, tiré a la basura. La gente harapienta, sucia, triste, famélica.
En ese momento caí en la cuenta de que los 17 años que viví en Ushuaia fueron una especie de estadía dentro de una BURBUJA. Amo ese lugar, y quiero dejarlo claro: creo que no hay mejor lugar donde podría haber crecido, y estoy muy orgullosa de eso. De cualquier manera, es una BURBUJA.
Allá, yo salía a la calle y nadie me pedía monedas, nadie dormía en la calle, nadie comía los restos de mi comida, nadie limpiaba los vidrios en los semáforos; ningún niño era asechado en la calle por un desconocido depravado, aprovechador de su inocencia… y su insolvencia.
Sentía que la gente oriunda de la Capital estaba tan acostumbrada a ese entorno, que veía a la gente “de la calle”, como una baldosa más… como un árbol. Algo insignificante pululando en esta masa de hormigón.
Anduve por las calles dando vueltas, con el corazón en la mano, partido en pedazos.
Me sentía culpable. Culpable de haber vivido tanto tiempo en una burbuja, mientras mucha gente se cagaba de frío debajo de un cartón. Yo estaba acostada en mi cama, sobre el colchón de resortes, la familia, el radiador encendido, y la película por cable. Me sentía una mierda.
Me costó mucho (y aún me cuesta), entender esta vida. La vida de las grandes urbes. Una vida de la cual formo parte ahora, y de la cual quiero huir… por frustración, egoísmo, miserable y maldita.
Hace unos años, para mi era inconcebible la idea de ver decenas de personas amuchadas en la entrada de una galería, durmiendo entre cartón y trapos viejos, buscando el reparo.
Yo tenía un velador… ellos, la luz de la luna.
Yo tenía películas de terror… ellos, el vértigo de la calle.
Yo tenía una almohada de plumas… ellos, con suerte, una baldosa tibia.

La verdad, es que leer tu texto me dio la satisfacción de saber que no soy la única a la que se le rompe el corazón por la calle. Cambio de pensamientos, abro la cabeza. Es difícil. Es triste. Y encima, es real.

Unknown dijo...
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Unknown dijo...

Puto garrón:
= Sí = riesgo de choreo.
<> Sí = certeza de mi egoísmo.
Puto inconformismo, ni siquiera puedo esconderme detrás de la ceguera.
Gracias por escuchar (leer, más bien).
Cordialmente,
Yo.

Juan Manuel Bruñol Silvani dijo...

Por la indecisón oscila la culpa.
La cobardía nace de la indefinición.

juan gris

silvi a. dijo...

Un día caminando por calle General Paz a las 10 de la noche, veo un niño llorando, llorando mucho por eso me acerco y le pregunto que necesita, me dice plata para comer, le doy 5 pesos. Enseguida se acerca un tipo grande, que me pide lo mismo, le pregunto al niño si lo conoce y me dice que no, le digo al tipo que no tengo. Agarré fuerte mi cartera y me alejé cruzando la calle. El tipo se quedó con el niño y yo sabía que le iba aquitar la plata, pero seguí caminando.

Unknown dijo...

De acuerdo contigo Juan, mal que me pese.
No sé que decirte Silvi-a. No sé, de verdad.
Cordialmente,
Yo.

julieta dijo...

No, paremos, vos esperás que la gente te lea?
Para qué?
Yo nunca esperé eso, porque no le encuentro el sentido.

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