Corrió reteniendo las carcajadas hasta doblar la esquina. Había tirado la piedra sin apuntar, al bulto, con tanta fortuna que el gato chilló cuando le rebotó en el cuero duro del lomo.
Para el pibe apedrear a ese gato era un ritual; todos los sábados lo acechaba entre los libustros, pacientemente. Y cuando lo veía descuidado liberaba el brazo y la piedra.
Esa vez la dueña del gato se había asomado por la ventana con la garganta hinchada de odio. Lo había reconocido y, gritando su nombre, había amenazado con apedrearlo igual que él al gato, justo antes de que soltara el cascote.
Se asustó y erró el tiro. Hubo un crash y el vidrio entró en la historia. Alguien, una mujer, gritó:
-Pero la puta madre...
Y él se escapó corriendo.
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