La quietud de las cuatro de la mañana me funde con la nada: un micro detenido por culpa de su mecánica defectuosa; un abortado viaje de regreso que anticipa tardanzas y dolores de cabeza. Camino a un lado de la ruta, oyendo crujir cada paso sobre el pasto. El micro se yergue como una sombra amenazante aunque lo sé inerte. Te imagino arriba, en el asiento, acurrucada contra un mochilón y bajo algún abrigo.
La luna brilla -alta en el cielo- contemplando tu respiración, tu serenidad. La observo desde el suelo: paraíso helado de queso y distancia, inalcanzable. El canto de la hierba me llega desde el campo, pasando sobre la banquina; oscuro verde que ruge con las caricias de un viento imperceptible. Y pienso en este escrito, hijo de cegueras e inspiraciones, que se reconstruye críptico, entrecortado.
El olor a tierra y humedad resulta inconfundible.
-Va a llover-. Me digo.
Camino lentamente hacia la cola del micro donde dos hombres se afanan en intentos inútiles. No alcanzo a verles el rostro, la oscuridad y la brillantez amarilla convierten la noche en una escena irreal; me transporto a una novela espacial en que los accidentes (o las batallas) desatan alarmas colorinches.
-Está listo, palmó del todo-. Dice uno.
-¿Y cómo hacemos?-. Pregunto.
-Los iremos trasladando a los móviles que tengan lugar. Habrá que esperar-. Dice el otro.
Imbuido de mi estúpida manía pienso que el tipo debía articular una mejor frase, grandilocuente. Un handy despierta a viva voz y me olvido de la escena: tres hombres alumbrados por el amarillo intermitente de las balizas de un micro herido de muerte. Rodeados de nada.
-Viene un móvil con diez lugares-. Dice el del handy.
-Buscate el bolso-. Me dice el otro.
Y salgo corriendo a encontrarte; no podría afirmar si es que deseo escapar de esa inmensidad que me huele a encierro o desespero por volver a verte.
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