Me invaden expresiones de oscuridad, de nocturnos temores. La noche tienta al igual que el abismo de inseguridades que se abre en mi cabeza. ¿Y qué pasa si me dejo devorar? ¿Puede el vacío absorber mi carne? Dudo que la intangibilidad de la nada alcance siquiera a rozarme hasta el día de la muerte, entonces sí, seré suyo junto a la aburrida eternidad.
Busco inspiración en cosas pequeñas, en objetos invisibles para la humanidad. La velocidad de la vida cotidiana borra de un plumazo la complejidad de las cosas simples. El vértigo del éxito -que sé yo- el hambre de campeón, no permiten concentrarse en la profundidad de la vida, en las sensaciones. Me siento invadido por la estéril metafísica de los fracasos: la búsqueda de una nada insondable con el corazón repleto de preguntas que no hallarán respuestas. Insisto en andar por el camino de la duda, que obliga a construir mensajes crípticos de valor cuestionable. Pero el cosmos no vive de absolutos, su variedad -la relatividad de su realidad, que tanto adoro- permite el asombro constante, el descubrimiento de mentiras y verdades que comparten el germen de futuras derrotas.
Y veo la imagen de la ventana, casi una postal de lo imposible: un hombre cortando porciones de la noche, volcando sueños en papel, dando a luz un libro desconocido. Pensando en la dificultad de la escritura me doblo ante los dolores del parto literario: insomnio, hambre, frío y soledad. La incongruencia de esta página no tiene más explicaciones; noche de catarsis.
Mientras el libro crece sueño felicidades de montaña con ojos abiertos, otra parte de mi alma se dobla ante el dolor, ante la imposibilidad de expresar lo que se desconoce. En lo que ignoro de la vida radica el desafío, la búsqueda de un sentido y la forma de explicarlo.
Veo la figura difusa de un ladrón de fantasías corriendo por la noche, un oscuro rufián de la mente que ha robado mi inspiración. Olfateo su rastro de terraza en terraza, una estela de memorias olvidadas.
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