No hay caso, el futuro siempre se ve borroso. Y uno cree entenderlo y, quizá, hasta anticiparlo si piensa en él con suficiente profundidad. Claro que en esto siempre nos equivocamos porque apelamos a la razón en momentos en que deberíamos apoyarnos en la mera suerte.
Y es que no se puede más que apostar al culo, viejo, si el destino no pierde esa particularidad que lo hace único: su imprevisibilidad.
Después, una vez que nuestra apuesta no se condice con la realidad, elaboramos teorías que intentan tranquilizarnos explicando nuestra existencia mísera: sostenemos que el cambio constante nos previene del embole mortal (comúnmente coronado por un improvisado suicidio).
Y en verdad muchos creemos, con mayor o menor razón, que es precisamente esa incertidumbre la que da a la vida su sabor y color. Pero con el tiempo nos vamos convenciendo de que, si bien es cierto, más nos gustaría disfrutar siempre de nuestro sabor preferido, mechándolo con algunos otros, muy de vez en cuando, como para no olvidarse de por qué nos gusta el placer.
Al fin que todo no se da siempre y, bueno, ante el quilombo reinante uno prefiere elegir lo que le gusta, cuando puede, y arañar lo menos peor cuando ya casi no le quedan chances.
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