Mucho tiempo atrás, cuando todos teníamos 20 años o pocos meses más, cedí a la tentación de ser Dios, absurda, azarosa y respetando mis límites. En un marzo húmedo y caluroso, con apenas amargos, alharacas de Tormenta.
Juan Carlos Onetti.
Fue algo así, te lo juro. Y si no sucedió en marzo, habrá caído en Semana Santa. Veníamos de dos días de sudestada y el mar estaba descolocado.
Me desperté temprano, solo. Los demás acomodaban como podían las propias resacas. Yo, por entonces, encajaba muy bien los excesos. Más que nada la falta de sueño, esa alerta permanente ante una amenaza que nunca terminaba de definirse. Salí en cueros al balcón. Recuerdo muy bien la sensación del frío, un soplo tangible atravesándome el cuerpo como una espada. El viento, que revoloteaba a mi alrededor, le daba todavía más consistencia. Miré hacia el mar de puro compromiso, como quien mira pasar una mina por reflejo, sin saber si es linda, si le interesa.
La vi entrar mientras se doblaba sobre sí misma. Era torpe, pero conservaba la delicadeza monstruosa de las olas titánicas. No era transparente, sino gris. Los nubarrones de la tormenta se le habían metido dentro.
Recuerdo que se me erizaron todos los pelos del cuerpo. Miré a la habitación y vi mi tabla, estaba acostada cómodamente sobre ropas, fundas y trajes de neoprene. Uno de los pibes se quejó en sueños. Quizá soñaba con la ola que rompía a cien metros. No sé.
Me puse el neoprene, levanté la tabla y grité algo justo antes de salir y cerrar la puerta. Alguien contestó desde adentro. Querían dormir. Yo quería enfrentarme a esa cosa que había visto desde el balcón.
Llegué a la playa corriendo. Entré al agua sin pensar. Los pies me dijeron que estaba muy fría. Sudeste, olas altas sin aguavivas. A veces no se pueden correr porque el mar pierde la forma de las rompientes. Pero ese día era distinto, te lo juro. Desde atrás partía un expreso que te empujaba hasta la arena.
Costó mucho llegar hasta el fondo; quemé años de brazadas en pocos metros. Las olas no rompían en la línea. Pero cuando pasaba el arrastre, el viento arrancaba de las crestas una lluvia de gotas que parecían garras. Esas gotas se amontonaban en el aire y formaban una bruma que nublaba la vista. Miraba a través de un sueño.
La escuché antes de verla. Venía haciendo ese zumbido que hacen las olas grandes, que se parece tanto al canto de los lavarropas. Nadé a ciegas hacia adentro, esperando ubicar la zona en donde empezaría a quebrar. Llegué justo. Viré hacia la playa y remé con el alma. Hubo un segundo en el que creí que me mataba: la ola me levantó hacia el cielo y pensé que no iba a romper su resistencia antes de que me enrollase.
De repente la tabla empezó a patinar la pared. Me puse de pie de un salto y, ahí sí, te lo juro mané, me sentí el verbo reencarnado.
Un sitio de sueños y giladas varias. Se dijo que también había literatura pero de tan dudosa calidad que -ahora- preferimos omitirla.
sábado, julio 27, 2013
viernes, julio 26, 2013
Sábados
¿Vuelven los pájaros?
Dicen que sí. Vuelven como un gran Cóndor negro.
Ahorita nomás se viene una noche complicada, de esas con sabor a bisagra. Capaz que no puedo dormir, como tampoco pude ayer.
Pero como buen enanito guerrillero, pido otra carta a la banca y apuesto todo. Si me sale mal...
¡Yo qué sé!
Dicen que sí. Vuelven como un gran Cóndor negro.
Ahorita nomás se viene una noche complicada, de esas con sabor a bisagra. Capaz que no puedo dormir, como tampoco pude ayer.
Pero como buen enanito guerrillero, pido otra carta a la banca y apuesto todo. Si me sale mal...
¡Yo qué sé!
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escribientes del infierno,
vuelta loca
miércoles, julio 17, 2013
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